A los diez años, vivía en la pobreza, atrapada en un entorno disfuncional y sin esperanza, al punto de intentar quitarme la vida. Pasaron los años y nada parecía mejorar. Sin saber a dónde acudir, clamé a Dios, sin estar segura siquiera de que existiera. Pero desde ese momento, comencé a ver su mano en mi vida: en el rescate milagroso de mi madre de un intento de asesinato; en mi ingreso, después del colegio, a un instituto teológico; y en mi matrimonio con un hombre maravilloso, a quien conocí cuando fue predicador invitado a mi iglesia. Pasé de una miseria espiritual y material a una vida llena de amor y bendiciones.
Sin embargo, ser esposa de un ministro trajo también sus propios desafíos. Desde convertirme en una buena anfitriona hasta enfrentar situaciones difíciles, como lidiar con mujeres atraídas por mi esposo, tuve que superar muchas pruebas.
Cuando Steve, mi esposo y predicador, enfermó, me formé como agente inmobiliaria y descubrí que también fuera del púlpito se puede servir y ministrar a otros. Y cuando su enfermedad empeoró, entendí que Dios todavía tenía milagros inesperados para mi vida.